Rodrigo tiene una alerta especial en el móvil por si le llaman Daniel, Simón, Félix o Ismael. Llamadas perdidas, claro, para que él se las devuelva. Son las Columbia's call. Él las llama Columbia's call porque Daniel, Félix y los otros son chavales que pertenecen al Programa Columbia de Mensajeros de la Paz, asociación de la que Rodrigo es el presidente en Madrid. Y los chavales hacen como todos los de su edad, llamadas perdidas para que se las devuelvas. Sólo que éstos no llaman, por ejemplo, a su padre, porque la mayoría son huérfanos, desconocen dónde se encuentra su familia o sus parientes están a demasiados kilómetros de aquí, en Marruecos o en Ghana. Los padres de Daniel murieron en un accidente de coche cuando él tenía siete años. Su hermano, cuatro años mayor, y él sobrevivieron, pero Daniel quedó discapacitado para siempre a causa de las precarias condiciones hospitalarias en las que fue operado. Siendo ya adolescente, siguió a su hermano, único apoyo familiar que le quedaba, en una travesía hacia Libia por carreteras y desiertos que aterrarían a cualquiera, sufriendo asaltos, engaños y hambre, y pasando por manos sin escrúpulos. Tardaron un mes en llegar a Trípoli para trabajar en la construcción. Dos años después, con 2.700 dólares ahorrados por su hermano y 16 años, tras seis meses escondido a oscuras en una casa en Rabat, semanas en el desierto del Sáhara esperando a que le tocara patera por sorteo y varios días en Fuerteventura, llegó a Madrid en un helicóptero de la policía, le hicieron firmar unos papeles en comisaría y le dejaron en mitad de la calle. Con cinco de los 10 euros que le quedaban se compró un diccionario inglés-español. Dormía en un parque hasta que conoció Mensajeros de la Paz y le ofrecieron plaza en un piso para adolescentes en desprotección. "Allí maduré", dice Daniel. Fue tutelado por la Comunidad de Madrid, que se quedó con su pasaporte.
Quién podría además obviar que Daniel es inmigrante, negro y discapacitado
Cuando Daniel cumplió 18 años, la Comunidad de Madrid dejó de tutelarle. Esto significa que tuvo que abandonar su casa, lo más parecido a un hogar que había tenido desde los siete años, y el curso de formación que le estaban proporcionando. Se encontró en la calle de nuevo, solo, desamparado, indefenso y convertido en un sin papeles. Rodrigo lo define como "un chico 10", extremadamente responsable, educado, trabajador, que jamás ha tenido problemas de convivencia ni ha delinquido, pero sin el grado de autonomía necesario para integrarse en la sociedad. Quién podría además obviar que Daniel es inmigrante, negro y discapacitado. "La Comunidad es una fábrica de delincuencia, abandona a los chicos a su suerte, los aboca a sobrevivir en el trabajo sumergido, clandestino o ilegal, pero ellos sólo buscan una vida mejor", dice Rodrigo, que empezó su camino solidario en la Asturias de los años sesenta, hombro con hombro con el padre Ángel, fundador de lo que llamó la "Gran Familia" de Mensajeros de la Paz. Una visita a su sede en la calle de Valverde lo confirma: Rodrigo habla a los chicos con el cariño y la dureza de un padre, les pregunta, les presiona para que busquen trabajo con más ahínco. "Para mí que salgas de aquí sin trabajo es un fracaso, así que ponte las pilas", conmina a Sadik, pero luego se le ilumina la cara cuando éste, que es hip-hopero, le enseña sus vídeos colgados en YouTube. Como un padre. Les da a cada uno 70 euros semanales, les llama todos los días, les visita sin entrometerse en los dos pisos que les han facilitado una vez que ha cesado la tutela institucional.
El programa se llama Columbia porque quieren que esos pisos (esos hogares) sean su lanzadera hacia el futuro. Los chicos quieren y respetan a Rodrigo. A su lado está Olivia, una abogada que muchos quisieran para sí, pura inteligencia y energía. Se encarga de gestionar sus papeles, de fajarse con la policía y el ministerio fiscal, de orientarles y resolver su situación administrativa. Es dulce e implacable: "La Administración del Estado no debería hacer dejación de su obligación de proteger a los ciudadanos, máxime si son menores o vulnerables. Debe escuchar a los menores, salvaguardar su integridad física, no repatriarlos sin garantías de una vida digna y de que no van a sufrir maltrato, prestarles asistencia letrada imparcial e independiente de un órgano que les tutela y luego les abandona, en muchas ocasiones habiéndoles arrebatado su documentación". Jacobo, coordinador de los pisos, y Elena, también abogada, asienten con gesto de haber visto demasiado. Los chicos se despiden de Vampirella, que luce unos pendientes con forma de esposas. Ella, con sus tacones rojos de aguja, me ha llevado a conocerlos. Félix me sonríe por primera vez, tímidamente. Es de Ghana y tiene unos ojos muy tristes. Rodrigo me cuenta que un familiar asesinó a su madre.
Quién podría además obviar que Daniel es inmigrante, negro y discapacitado
Cuando Daniel cumplió 18 años, la Comunidad de Madrid dejó de tutelarle. Esto significa que tuvo que abandonar su casa, lo más parecido a un hogar que había tenido desde los siete años, y el curso de formación que le estaban proporcionando. Se encontró en la calle de nuevo, solo, desamparado, indefenso y convertido en un sin papeles. Rodrigo lo define como "un chico 10", extremadamente responsable, educado, trabajador, que jamás ha tenido problemas de convivencia ni ha delinquido, pero sin el grado de autonomía necesario para integrarse en la sociedad. Quién podría además obviar que Daniel es inmigrante, negro y discapacitado. "La Comunidad es una fábrica de delincuencia, abandona a los chicos a su suerte, los aboca a sobrevivir en el trabajo sumergido, clandestino o ilegal, pero ellos sólo buscan una vida mejor", dice Rodrigo, que empezó su camino solidario en la Asturias de los años sesenta, hombro con hombro con el padre Ángel, fundador de lo que llamó la "Gran Familia" de Mensajeros de la Paz. Una visita a su sede en la calle de Valverde lo confirma: Rodrigo habla a los chicos con el cariño y la dureza de un padre, les pregunta, les presiona para que busquen trabajo con más ahínco. "Para mí que salgas de aquí sin trabajo es un fracaso, así que ponte las pilas", conmina a Sadik, pero luego se le ilumina la cara cuando éste, que es hip-hopero, le enseña sus vídeos colgados en YouTube. Como un padre. Les da a cada uno 70 euros semanales, les llama todos los días, les visita sin entrometerse en los dos pisos que les han facilitado una vez que ha cesado la tutela institucional.
El programa se llama Columbia porque quieren que esos pisos (esos hogares) sean su lanzadera hacia el futuro. Los chicos quieren y respetan a Rodrigo. A su lado está Olivia, una abogada que muchos quisieran para sí, pura inteligencia y energía. Se encarga de gestionar sus papeles, de fajarse con la policía y el ministerio fiscal, de orientarles y resolver su situación administrativa. Es dulce e implacable: "La Administración del Estado no debería hacer dejación de su obligación de proteger a los ciudadanos, máxime si son menores o vulnerables. Debe escuchar a los menores, salvaguardar su integridad física, no repatriarlos sin garantías de una vida digna y de que no van a sufrir maltrato, prestarles asistencia letrada imparcial e independiente de un órgano que les tutela y luego les abandona, en muchas ocasiones habiéndoles arrebatado su documentación". Jacobo, coordinador de los pisos, y Elena, también abogada, asienten con gesto de haber visto demasiado. Los chicos se despiden de Vampirella, que luce unos pendientes con forma de esposas. Ella, con sus tacones rojos de aguja, me ha llevado a conocerlos. Félix me sonríe por primera vez, tímidamente. Es de Ghana y tiene unos ojos muy tristes. Rodrigo me cuenta que un familiar asesinó a su madre.
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