Existen muchas personas privadas de la seguridad y aún así, en cada resquicio, encuentran modos de ejercer la libertad. Los disidentes en las dictaduras son ese tipo de ciudadanos que no aceptan que un tirano se arrogue derechos que no tiene, que les prive a ellos de unos derechos, los fundamentales, que nadie ha concedido al disidente, sino que el disidente ya tiene por el hecho de ser humano. Un disidente es un ciudadano inseguro pero libre, continuamente privado de su derecho a la libertad pero permanentemente en estado de rebeldía. Es libre aunque en lucha constante por despojarse de una tiranía que le recorta el ejercicio de las libertades. O sea, es libre de facto pero no de iure, no de ley.
Las dictaduras nos enseñan que la libertad puede ser una perseguida a quien alguien ha retirado la seguridad jurídica para expresarse. Aunque la libertad se ejerza en un medio social donde la seguridad sea garantía, la persona que la posea no será libre, no tendrá ciudadanía, sin igualdad. La seguridad es necesaria para la libertad, pero no es suficiente. Si una persona convive segura en un medio social desprovisto de igualdad de derechos y oportunidades no será libre. Estará segura, mejor dicho, creerá estar segura, pero su libertad será de mentira. No existe libertad cuando las reglas de convivencia que establecen la columna vertebral del sistema social de intercambio favorecen a unos en detrimento de otros. Ante esta afirmación, puede contraponerse que entonces nuestras sociedades no son libres, porque siempre hay personas que son favorecidas, por encima de otras, en virtud de determinadas reglas sociales. Ahora que estamos en tiempos de crisis económica, podemos pensar que el sistema favorece a los ricos y castiga a los pobres; podemos pensar que no somos iguales que el presidente de un gran banco o que el heredero de una gran fortuna. Y estaremos en lo cierto. El multimillonario deportista de elite o el afamado y enriquecido propietario mayoritario de una multinacional de telecomunicaciones son distintos del cajero de un supermercado o del conserje de un banco. Ésa es la democracia, nacemos iguales para acabar siendo diferentes. La clave reside precisamente en la pre condición democrática de nacer iguales y de no ser discriminados en ningún punto del trayecto de nuestra ciudadanía por razones de sexo, raza, religión, ideología, lugar de nacimiento, creencias y un largo etcétera de variantes de expresión de la personalidad.
El hecho de que naciendo en Uganda alguien acabe siendo banquero de Neguri es una cuestión de probabilidades, de una compleja combinación de probabilidades, y de esfuerzo. Tiene pocos visos de suceder, seamos claros. Sin embargo no es imposible. Y no es imposible porque ser negro no es un obstáculo para progresar en nuestra sociedad. ¿O sí lo es?... Porque si lo fuera, entonces no estaríamos viviendo en democracia. Un negro acaba de llegar a la presidencia de EE UU. Esto es posible porque esa persona es igual, en términos de derechos y de oportunidades, que el blanco George W. Bush. El ya presidente electo de EE UU, Barack Obama, no ha tenido la misma vida que George W. Bush ni procedía de una familia precisamente presidenciable. Sin embargo, ahí está, ejerció su libertad y su derecho, se comprometió con un camino y una decisión y, confiando en sus capacidades, hizo cuanto creía que debía hacer para alzarse con la presidencia de su país. Si el sistema hubiera sido discriminatorio por razón del color de la piel hasta el punto de limitar el acceso de un negro a la presidencia, Obama no sería igual que Bush en las posibilidades de expresarse libremente y EE UU no sería una democracia. Lo cual no quiere decir que en EEUU no existan discriminaciones por razón de raza.
Las discriminaciones pueden ser sistémicas o proceder de la conducta de individuos o colectivos. Un sistema democrático puede garantizar las condiciones legales para ser igualitario, pero muchos de los individuos de la sociedad comportarse discriminatoriamente ante determinados rasgos en otras personas. La ley garantiza la igualdad de derecho, pero las personas conseguimos traducirla o no en igualdad de hecho. En las democracias, con la igualdad ocurre lo mismo que en las dictaduras con las libertad, sólo que a la inversa: en las dictaduras muchas personas luchan con libertad de facto para lograr una libertad de iure, y en las democracias la igualdad entre sexos existe por ley pero muchas personas, generalmente los hombres, luchan para que no exista de facto.
La mitad de la población en España sufre algún tipo de discriminación por razón de sexo, por el hecho de ser mujer. Ustedes dirán que no es para tanto, que las mujeres ya han conseguido suficiente nivel de igualdad para que consideremos que ya pueden ejercer su libertad sin cortapisas. Imaginen, pues, cuántas mujeres diputadas o en las ejecutivas de los partidos encontraríamos si no hubiera una regulación a favor de la paridad. Lo que nos sale de dentro a los hombres, todavía ahora en los albores del siglo XXI, es quedarnos con todo el poder, manejando los hilos de la toma de decisiones. Continuamos haciéndolo.
A pesar de las críticas feroces que ha recibido, o precisamente por ellas, el Ministerio de Igualdad es tan necesario como la Ley de Igualdad. Sin legislación de igualdad, los códigos de dominación masculina que continúan transmitiéndose intergeneracionalmente en la población dictarían el mandato de que fuera el hombre el que dirigiera, implícita o explícitamente, en cualquier ámbito de poder. Con legislación de igualdad, nuestros interiorizados códigos de socialización continúan dictándonos lo mismo, con la salvedad de que la ley nos obliga a comportarnos de otra manera, antidiscriminatoriamente o igualitariamente. Lo que ocurre con la ley es que los hombres intentamos encontrar las maneras de subvertirla... que todo cambie para que todo siga igual.
La legislación de igualdad no es suficiente porque socialmente no hemos interiorizado la igualdad y, en función de nuestros todavía códigos patriarcales de socialización, nos comportamos quasi-automáticamente de forma discriminatoria en multitud de ocasiones. La discriminación priva de libertad a la mujer y la convierte en un ciudadano de segunda, en un ciudadano subordinado. El argumento más peligroso a favor de la igualdad es que la igualdad ya existe. Otro igual de nefasto es que las cuotas femeninas no son necesarias porque la mujer ya puede acceder, por mérito, a cualquier puesto. La realidad se encarga con terquedad de contradecir esos buenos deseos, que no son más que inoculaciones defensivas de los hombres, de muchos, de algunos, para hacernos creer que ya no es necesario cambiar nada más.
La mujer es, con mucha diferencia, la que menos delitos violentos comete pero está infrarrepresentada en la dirección de los organismos de seguridad; es la más dotada para entender intereses colectivos y globales, para tomar decisiones de riesgo controlado, pero está ausente del núcleo de poder de los sistemas financieros internacionales. La mujer es madre pero la maternidad está discriminada en las articulaciones informales de toma de decisiones de la mayoría de las empresas, basadas en horarios imposibles, dedicaciones esclavas y modelos alienadores de la vida personal del trabajador. Tenemos un mundo que es el resultado de más de veinte siglos de dominación masculina. En muchas cosas es bueno y en otras nefasto, pero sin lugar a dudas es discriminatorio hacia la mujer.
El Ministerio de Igualdad está para lograr que la realidad se parezca cada vez más a la realidad. Es decir, que la realidad jurídica sobre igualdad que convierte en democrático al Estado de Derecho sea efectiva para transferir esa democracia, integral e integrada, a la ciudadanía. Tenemos que ser disidentes en la dictadura invisible de la desigualdad
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