Nunca he creído que pueda obtenerse sin esfuerzo algo que valga la pena. Y eso se lo debo a mi madre, que desde niña me enseñó a rezarle a san Pancracio para pedirle salud y trabajo. Crecida, y ya sin otra fe que la que mantengo en algunos semejantes y algunas causas, conservo, sin embargo, esa superstición, así como otra frase heredada que confluye con lo expuesto más arriba: "No hay mejor lotería que la salud y el trabajo", nuevamente mi madre.
Hace diez años o más me compré un santpancràs de plástico, en un puestecito instalado a la entrada de la iglesia de Sant Agustí, en El Raval, en donde hice la primera comunión.
He sacado esa figurita de la estantería y la he puesto junto al ordenador en el que ahora escribo, en el estudio de mi piso de Barcelona. A mi derecha suena el insistente martilleo de un obrero. Y suena a gloria. Están rehabilitando la fachada del edificio contiguo, y hemos llegado a ese punto en que sólo se quedan dos trabajadores: uno que pica y el otro que se lleva los residuos, capazo a capazo, hacia un contenedor.
El son de martillo de ese hombre a quien no conozco hoy me parece el son de la vida. Salud y trabajo.
Mi generación creía en eso. El trabajo, el esfuerzo. Luego, no sé cómo, entre gente que tenía quince años menos que yo y gente aún menor -pero no menor de treinta: estos son mucho más váli-dos- germinó la vieja pero re-maquillada idea de la especulación y el beneficio rápido.
Lo malo es que para hacerse ricos especularon con nuestro trabajo y, quizá, también con nuestra salud. A ellos debemos la crisis que nos aplasta.
Que san Pancracio les juzgue y que, de paso, bendiga al obrero de la construcción que hoy golpetea a mi lado.
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