2012/06/17

El autor reflexiona sobre la sensibilidad criolla.


Por: RICARDO SILVA ROMERO / Especial para EL TIEMPO


Somos demasiado susceptibles




Foto: Iustración: Hache Holguí

Colombia es solemne como una misa de antes, señoras y señores. Colombia es patriotera, chovinista. Y, aunque en un principio haga la mímica, aunque en teoría vaya por ahí muerta de la risa, a la hora de la verdad no soporta que nadie le haga un chiste en la cara.

Si usted está leyendo en pantalla esta breve especulación sobre el nacionalismo extremo del país, si está desenrollando en Internet esta hoja sobre cómo nuestro complejo de inferioridad tiende a convertirse en delirio de grandeza, dese de una vez un paseo por los comentarios de los lectores. Yo espero.

Seguro que por allá abajo, en los temibles foros de los usuarios -las paredes de baño de estos tiempos-, ya mismo hay algún alias amenazante preguntándome por qué no me voy de acá si tanto me molesta, ya ha aparecido otro vengador anónimo denunciándome por haber escrito esto "como una cortina de humo para que no se conozca la explotación minera", y ya está el enésimo pequeño narciso lanzándome alguna ironía que en verdad significa que no puede creer que sea yo, y no él, el autor de esta nota.

El colombiano, que de tanto en tanto canta "no me den trago extranjero que es caro y no sabe a bueno", tiende a ofenderse por cualquier tontería, tiende a pensar que la culpa de todo lo que le sucede en la vida la tienen los demás ("es que como yo no soy de la rosca", "fue que me hicieron trampa", "pero qué le pueden ver de bueno a ese farsante") y tiende a sentir que el país se lo está debiendo absolutamente todo, pero que nunca jamás va a pagárselo porque "acá no hay nada por hacer".

El colombiano va así por el mundo, patriotero, susceptible y delirante, pero no porque haga parte de una raza condenada a su mala suerte, ni más faltaba, sino porque su espeluznante guerra civil -como la energía- no se crea ni se destruye sino que se transforma, no empezó ni ha terminado sino que ha ido mutando desde 1810 hasta hoy. Y no es nada fácil dejar atrás el chovinismo cuando aún se necesita un grito de batalla: "¡Colombia!".

Chovinista es aquel que logra decirse la mentira de que su país es el mejor país del mundo, aquel que es capaz de asegurar -sin sonrojarse siquiera- que el problema de fondo de su nación es la mala imagen que le han hecho en el exterior. Arthur C. Clarke se preguntaba hace décadas "cuánto más resistirán los nacionalismos extremos ahora que los hombres han visto la Tierra como ese pequeño globo frente a las estrellas".

Todo parece indicar que hoy, cuando los problemas de tantos ciudadanos de tantos países siguen siendo problemas de supervivencia, los patrioterismos están más vivos que nunca. Los chovinistas no nacen, se hacen, pues el nacionalismo a ultranza, el amor incondicional por el himno y la bandera, suele ser estimulado dentro de una sociedad que no está preparada para encarar sus profundas desigualdades.

Mario Vargas Llosa dejó claro hace un par de años que consideraba el patrioterismo como "una de las fuentes peores de la violencia: las dos guerras mundiales y las grandes tragedias de América Latina son producto de los nacionalismos exacerbados", dijo.

Y lo dijo porque a las comunidades desmoralizadas, acomplejadas y sumidas en las desigualdades por la mezquindad de sus gobernantes, el chovinismo les enseña a ponerse en guardia, a dejarse poseer por un supuesto espíritu común a todos, a creer que en verdad se hace parte de una raza que avanza unida hacia a un destino, y de paso a resignarse, a pesar de las evidencias, a todo lo que traiga aquella suerte.
Colombia no ha conseguido superar su fe en un supuesto temperamento nacional, creencia común a tantos países románticos de comienzos del siglo XIX, porque sus ciudadanos no tienen cómo más soportar la indiferencia de su propio país.

Nada más útil que el chovinismo para convertir el sentimiento de inferioridad en delirio de grandeza cargado de paranoia: en este momento algún colombiano está exclamando "¡tenemos el segundo himno más bonito del mundo!", "¡Dios es colombiano!", "¡hablamos el mejor castellano del planeta!", "¡ahí vienen los comunistas!", "¡ahí vienen los terroristas!", "¡Chávez!", "¡Yanquis!", "¡Farc!".

En Colombia es fácil sentirse una cosa, un bulto, un dato: ciertos productores dicen y dicen "no creo que el público de acá vaya a entender esto", y ciertos políticos repiten y repiten "acá nadie sale a votar si no le pagan", con tono de gringo blanco anglosajón y protestante que aún no acaba de convencerse de que los negros no son animales.

Colombia está habitada por hombres y mujeres sometidos y a punto de gritar "yo soy una persona". Pero el grito nunca llega porque el bellísimo paisaje -que comprende campañas políticas, desfiles de reinas, marchas militares, procesiones religiosas, sucesiones de telenovelas, cadenas de partidos de fútbol y relevos de cuentachistes que se ríen a carcajadas de lo inofensivo- suele devolver temporalmente la humanidad arrebatada.

El equilibrio se rompe, eso sí, si alguien se atreve a reírse de la gravedad, de la solemnidad de la pompa colombiana: cuando alguien osa reírsele de su pueblito viejo de casas pequeñitas, "que nunca me enseñaste lo que es la ingratitud", el chovinista colombiano suele ofenderse como se ofendió la Iglesia cuando se le dijo que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol. Lo único que es para todos, en Colombia, es "esta hermosa tierra".

Quizás sea bueno hacer un pequeño experimento. Tal vez sea útil leer en voz alta, a manera de test titulado "¿qué tan patriotero es usted?", las siguientes frases aguafiestas: "es difícil encontrar un poema tan absurdo como el que da origen al himno nacional", "Catalina Sandino no merecía aquella nominación al Óscar", "las letras de Shakira no son mejores que las letras de Arjona", "el talento de Sofía Vergara no es la actuación", "la selección colombiana no es un buen equipo", "da igual que los colombianos sean pintados como cubanos con bigote mexicano en todas las películas de Hollywood", "qué importa que un gringo haya escrito un libro sobre cómo acostarse con las colombianas sin pagar", "no hay que ser bailarín ni avispado ni palabrero para ser de acá".

Los países se parecen a sus dueños. Y este está lejos de pasar de darles limosna a los pobres a reconocerles los derechos a los ciudadanos, lejos de celebrar el espíritu crítico de cada cual y lejos de reconocer que cada quien es colombiano a su manera.

Si en esta parte del mundo es posible lanzar tantas sentencias que generalizan, si se puede decir "Colombia es esto", "Colombia es aquello", "Colombia es lo otro", como si fuera posible contener semejante suma de semejantes personas en la palabra "Colombia", es porque hasta el día de hoy este lugar sigue convirtiendo a aquel que lo visita a una poderosa religión que promete a sus fieles que algún día no habrá horror: mientras llega ese momento, señoras y señores, ser colombiano es resistir.

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